Viernes de musicales

Entre los géneros clásicos del cine de Hollywood, ninguno es más polémico que el musical. No porque despierte encedidas defensas y desaforados enconos, sino porque se lo considera, sin más, algo -usemos un término por suerte en desuso- “pasatista”. Una pompa de jabón que provee una felicidad instantánea y nada más. Sin embargo, basta con revisar cuatro obras maestras y centrales del género para comprender que siempre fue algo más: la reivindicación del gran espectáculo, de la fantasía desatada, como una forma de conocimiento. El período más brillante del género fue, sin dudas, el que va de 1945 a 1959 bajo la batuta del productor de la Metro-Goldwyn-Mayer Arthur Freed. Los años de Gene Kelly, Fred Astaire, Judy Garland o Cyd Charisse; los años en los que muchos directores -pero especialmente Vincente Minelli y Stanley Donen- utilizaron el Technicolor más creativo del cine y a un equipo técnico de acero inoxidable para reflexionar sobre uno y sólo un tema: ¿cómo hace el espectáculo para proveer felicidad? Detrás de estas cuatro películas se mueve la pregunta por el sentido del arte y por su hacer. Por la diferencia -sustancial- entre artista y artesano (y se pueden ser ambas cosas). Incluso si el espectador va a reír y entusiasmarse (sin dudas) por lo que va a ver, son films que muestran además una forma de filmar desaparecida, con cámaras que bailan invisibles al ritmo de los personajes, con escenaristas (Cedric Gibbons, sobre todo, en el diseño de producción) que combinaban el realismo y la fantasía para crear universos únicos, y con el tono entre inocente y sarcástico que nunca caía en la receta fácil, muchas veces gracias a los gigantescos guionistas Betty Comden y Adolph Green. El mejor Hollywood.

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