Para algunos -críticos y no críticos- esta es la mejor película de la historia. Más allá de la hipérbole, treinta años antes de que se aclamara a Clint Eastwood por ser “revisionista” en Los Imperdonables, Ford tomaba aquella idea de la utopía americana y la daba vuelta. Cuenta, en doble perspectiva, no sólo cómo se resolvió en los Estados Unidos el gran dilema del Nuevo Continente (no es otro que civilización y barbarie) sino que narra cómo nació el mito al tiempo que lo desarma. El elenco monumental (John Wayne, James Stewart, Lee Marvin, Vera Miles, Woody Strode, Walter Brennan) es todo perfección (ok, Stewart está un poco grande para su papel pero el espectador olvida el detalle rápidamente, así de buena es la película). El film narra la llegada de un joven abogado a un pueblo perdido, cómo es asaltado, cómo es desafiado por un matón y cómo el pistolero “bueno” del pueblo, su protector bárbaro, lo entrena. Pero también cuenta cómo llegan la educación, la ley y la democracia a un rincón irredento en medio de la nada. Y de paso, es una fábula sobre el periodismo. En realidad, como Apocalypse Now o Titanic, toda la película es un largo flashback contado en modo “clásico” que se inscribe en una película de enorme modernidad formal. Es posible que quienes creen que es la mejor película de la historia tengan razón
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