La novela de H. G. Wells La guerra de los mundos es de las piezas literarias más influyentes de los últimos dos siglos. La idea de una invasión repentina a nuestro planeta por criaturas más desarrolladas, una catástrofe absolutamente inadvertida que hace colapsar la civilización, ha sido declinada de todas formas posibles. Hemos escuchado la broma macabra de Orson Welles de 1938, hemos visto su reducción al absurdo en Día de la Independencia, hemos temblado con la versión de Steven Spielberg de 2005 cuyos verdaderos demonios son humanos. Y esto sólo hablando de versiones oficiales: no hay invasión extraterrestre que no se refleje en el (por lo demás, bello y triste) texto original. Pero la versión más icónica, la de las naves verdosas y los rayos sacachispas, es la que realizó Byron Haskin en 1953, un prodigio -incluso hoy- de efectos especiales. Ahora bien, era muy diferente plantear este cuento en la Inglaterra que veía los peores efectos de la segunda Revolución Industrial, que plantearla en plena Guerra Fría, donde bombardeos nucleares y cápsulas llenas de extraños implicaban (no tan metafóricamente) otra cosa. Allí donde Wells menciona a Dios hacia el final de su novela casi como una figura de estilo, aquí tiene el peso de una afirmación política. Más allá de esa lectura, es una gran aventura cinematográfica y uno de esos espectáculos que marcan a fuego el arte popular.
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