En los años 90 se produjo una conjunción virtuosa para el cine argentino: nuevas generaciones de cineastas formadas sin prejuicios en las escuelas de cine, una Ley que permitía un amplio financiamiento para la pantalla nacional, y una crítica curiosa y no lastrada por compromisos. Esa conjunción -más los festivales de Mar del Plata y, luego, Bafici- fue el humus de lo que llamamos Nuevo Cine Argentino. Pero ahí, en el límite exacto entre lo viejo y lo nuevo, aparecía un ovni cinematográfico llamado Rapado, una película a la que la miopía del INCAA de entonces declaró “sin interés”, pero que sería la piedra estética fundacional de aquella aplanadora. Era el debut en el largometraje de Martín Rejtman, a quien conocíamos como escritor de un libro de cuentos, casualmente también Rapado, en la mítica Biblioteca del Sur, la colección de Planeta creada por Juan Forn. No sabíamos -no muchos sabían- que Martín se había interesado primero en el cine, que se había formado fuera del país a principios de los ochenta, muy joven. Rapado, la película, era un ovni y una posibilidad y una puerta que se abría. Una puerta que también atravesó el propio Martín, con una obra fílmica consistente donde aparece sobre todo una gran característica: oídos y ojos atentos a lo extraordinario, a aquello fuera de lo común dentro de lo más común. Al pequeño gesto que cambia las cosas, a las fuerzas del azar, a lo inesperado. Hay un misterio Rejtman también: de cómo todo “parece fácil” y es, visiblemente, sofisticado y sutil.
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